domingo, 30 de marzo de 2014

Jakarta y el hombre que se llamaba como un supermercado (Parte I)


Soy de los que piensa que todas las ciudades y lugares del mundo merecen la pena, por desagradables o terribles que nos puedan parecer. Todos tienen una historia esperando a la vuelta de la esquina, una anécdota, un momento que posiblemente te recordará siempre aquel viaje. Muchas veces por vivencias extraordinarias, y otras, para qué engañarnos, por malas experiencias, o sólo por la crudeza de lo que vimos, pero seguro que de cada viaje guardamos esa historia que en cuanto hay ocasión, nos gusta volver a contar.

Pues como iba diciendo, todos los sitios merecen la pena, y es cierto, pero dicho esto amigos, permitidme un consejo: Si tenéis que pasar alguna vez en la vida por Jakarta, procurad hacer sólo la escala en el aeropuerto, y dirigiros de inmediato a Bali, a la isla de Java o cualquier otro paraíso de los muchos que sin duda esconde Indonesia, salvo que tengáis ganas de ver un trozo de infierno terrenal.

Y es que, después de viajar un poco por el mundo y quedándome aún muchísimo por ver, puedo asegurar con pocas dudas que Jakarta es la urbe menos apta para turistas que he visto en mi vida. Que conste que no lo digo porque haya presenciado allí nada especialmente desagradable, ni porque haya visto más o menos pobreza que en otros lugares o me haya sentido inseguro en algún momento. Además, aunque hubiera visto cosas así, forman parte también del aprendizaje de los viajes y no serían razón para hablar así de la capital indonesia. En absoluto. Simple y llanamente es una ciudad con un atractivo inexistente para los turistas (que no para los auténticos viajeros que gustan experimentar de todo), lastrada por una tremebunda contaminación, colapsado por un sinfín de continuos y caóticos atascos donde puedes pasar horas encerrado en un taxi, y todo rematado por la casi inexistencia de aceras por donde caminar. Eso sí, el comprador compulsivo podrá encontrar dos de los mayores y más lujosos centros comerciales de Asia, como son el Grand Indonesia y el Plaza Indonesia, para que no digan luego que no doy detalles.



 

En fin, no dudo que, entre los millones de lectores del blog, haya quien pueda rebatir esto, y alguno me dirá incluso que es una ciudad fantástica para vivir, para disfrutar o para pasar unas buenas vacaciones... No discutiré, sólo le recomendaré encarecidamente que visite a mi psicoanalista.

En cualquier caso, después de esta introducción, y dejando a un lado el sarcasmo, como decía al principio de este post, siempre hay historias que narrar, y la que viene a continuación, será con seguridad una de las que me acompañe siempre que piense en Jakarta. Os cuento...

De los escasísimos atractivos turísticos que tiene la metrópolis asiática, está su antiguo barrio holandés, con algunos (muy pocos) vestigios de los siglos de colonización holandesa. Básicamente, se reduce a una calle con algún desvencijado edificio colonial con cierto encanto, algún museo, y el maravilloso y evocador Café Batavia donde uno puede transportarse un siglo atrás sin cerrar los ojos y con muy poquita imaginación. Si por error habéis llegado a Jakarta, al menos tomaros un café aquí, os aseguro que merecerá la pena.




 


A pocos pasos del café en el lado opuesto de la calle, y rodeado de niños visitándolo, está el museo nacional de las marionetas. Sinceramente, os diré que ese viejo edificio no hubiera llamado nunca demasiado mi atención si de repente, como salido de la nada, no hubiera aparecido aquel hombre de aspecto humilde y sonrisa bonachona, con su divertido pero muy aceptable inglés. De baja estatura, y con numerosas y brillantes gotas de sudor corriendo por su frente (como cualquiera que estuviera en la calle a casi 30 grados y 90% de humedad), recuerdo cómo se dirigió a nosotros con voz enérgica pero cercana y amistosa.

"Hello my friends, how are you today? My name is Aldi, yes, Aldi, very easy to remember, like the supermarket!" - Nos dijo riendo muy alto y de forma estruendosa.

Como es evidente, las carcajadas fueron generales, y, efectivamente como bien había dicho, sería un nombre que no se nos olvidaría tras esta breve, peculiar e intensa presentación. Mientras él seguía riendo y sudando por los cuatro costados, se ofreció a realizarnos una visita guiada al museo. Antes de ello, nos explico que era "titiritero" y constructor de marionetas, como lo había sido su padre, y el padre de su padre, y así hasta cuatro generaciones de su familia. Nos comentó también que el museo conservaba algunas de las marionetas construidas por su abuelo, e incluso un teatro donde en ocasiones actuaba con sus más de cien títeres. Poco a poco, el pequeño hombre nos iba conquistando. Entre sus actuaciones, se contaban algunas en Europa, y algunas incluso en España, en dos pueblos andaluces que, debido a mi memoria de pez, no puedo recordar. Nos habló también de Carlos, un andaluz que hacía las veces de su "representante" para llevar sus espectáculos a España. La verdad es que pudimos relajarnos un rato con él, y finalmente decidimos entrar en el museo y disfrutar de sus conocimientos. Si bien las marionetas,  con claras evidencias de ser antiguas y reflejo de una cultura y una sociedad con raíces bien distintas de las nuestras, no me impresionaban en demasía, los relatos con todo lujo de detalles de Aldi que acompañaban a cada una de ellas, nos dejaban ensimismados, entre leyendas de Dioses que luchaban con sus hijos, héroes que combatían el mal, luchas fraticidas por el amor de alguna divinidad... Cada explicación iba unida indisolublemente a la particular elocuencia de aquel personaje, que parecía a veces salido de una comedia de Cantinflas, pero que te permitía sin muchos esfuerzos sumergirte por momentos en un mundo imaginario donde tenían cabida todo tipo de personajes.

 


 


(Continuará mañana, que es cuando viene lo mejor y lo interesante de esta historia... Prometido.)

1 comentario:

  1. Como???? Como es esto de tener que esperar a mañana ??? Eso es un golpe bajo. Muy bajo Sr Wanderlust...
    Mx

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