jueves, 14 de junio de 2012

Cuando Frodo encontró a Patxi

Si no hay ningún contratiempo de última hora que me lo impida, este sábado recorreré por tercera vez la Travesía del Valle de Ezcaray, una marcha hecha por y para montañeros, de una cierta dureza, aunque esto de la dureza siempre es relativo y depende mucho de quién, cómo y cuándo lo cuente. Si me preguntáis al final de mi primera marcha, allá por el mes de junio del 2009, hubiera dicho que Frodo lo tuvo mucho más sencillo para llegar a las puertas de Mordor…

Así que, como ya podéis entrever en estas líneas, mi intención no es hablaros hoy de lo que vaya a hacer este sábado (¡qué ganas tengo ya!), sino de aquella primera experiencia con la montaña, y posiblemente el germen para todas las demás aventuras a pie que han seguido detrás.

“Es una ruta por un valle”. Con estas palabras - o unas muy similares - me animaron mis primos a apuntarme a este desafío. Claro, uno escucha y lee la palabra “valle” y lo primero que le viene a la mente es una pradera idílica llena de flores, donde la paz es sólo perturbada por Pedro llamando a Heidi en la lejanía. Visto así, he de deciros que sonaba estupendo. Jornada de paseo matinal, cantimplora y sándwiches, unas risas compartidas, contemplación de la naturaleza... Un gran plan.
Las dudas comenzaron poco después, cuando recibí una información complementaria – pero al parecer no imprescindible - que me habían omitido previamente. “Oye, no recuerdo si te comentamos que son 42 kilómetros”. Vaya, la cosa ya sonaba un poco peor, y la llamada de Pedro a Heidi se escuchaba ya mucho más débil. En cualquier caso, a pesar de la distancia, ¿qué problema podía haber en atravesar una llanura de tierra entre montes? (porque esa y no otra es la definición exacta de “valle” en el diccionario de la RAE). Quizás hubiera que tomarse las cosas con más calma, pero aún así, seguía siendo un buen plan de fin de semana.
A pocos días para la fecha del evento, se completó el círculo, y me informaron de un detalle que había pasado por alto, el perfil del recorrido, como el que justo antes de firmar un contrato se da cuenta de esa letra pequeña a la que nadie hace caso, y que curiosamente siempre contiene la parte más intrincada y amenazadora que hace a uno sudar la gota gorda antes de estampar la firma final. Y sí, esta vez era también exactamente así. El perfil era, sin duda, la peor parte de este contrato…




Sí, lo sé, a alguno de vosotros quizás os parezca exagerado, pero llegados a este punto de la historia, he de deciros que aunque en los últimos dos años he caminado mucho por la montaña, os aseguro que me parezco a un montañero lo que un huevo a una castaña, y que hace cuatro años, la cumbre más alta que había coronado era la torre del Alcázar de Segovia, que ya me parecía en cualquier caso de máxima exigencia… De todas formas, y en defensa de mis primos, diré que todavía tuve tiempo para echarme atrás al conocer los “detalles” de la marcha, pero no lo hice. Orgullo o estupidez. Posiblemente ambas, o quien sabe, el efecto wanderlust haciendo de las suyas.

El caso es que sin saber muy bien ni cómo ni porqué, me encontré un sábado del mes de junio a las siete y media de la mañana en el hermoso pueblo de Ezcaray, rodeado de casi mil montañeros – de los de verdad, no del Decathlon – y firmando en el control de salida mientras revisaba de nuevo con incredulidad un perfil como el de la etapa reina del Tour de Francia. Así pues, cual Frodo con la Compañía del Anillo, partimos desde Hobbiton para abandonar los límites de La Comarca y adentrarnos en lo desconocido...

Lo cierto es que pese a no haberme preparado y  no tener el tendón de aquiles en las mejores condiciones, los primeros kilómetros me resultaron extremadamente agradables. La temperatura fresca pero sin llegar a sentir frío, ayudaba a sobrellevar las primeras horas de recorrido, y el ritmo, lento en los primeros compases debido a la marabunta de montañeros que recorrían en fila india los estrechos senderos, hacía presagiar una marcha tranquila.
Pero claro, en estos casos, pasa lo que tiene que pasar. Uno se ve rodeado de un ambiente de euforia, el clima ayuda, tus primos se animan... Sí, lo confieso, del kilómetro diez al dieciséis me vi poseído por el espíritu de Jesús Calleja, y en vez de ahorrar fuerzas, me temo que las malgasté, incluso adelantando en ocasiones al resto de participantes cual coche de carreras, abandonando el sendero y volviendo a él continuamente (lo que molestaba sobremanera a muchos, que no obstante tenían la suficiente experiencia como para saber que la venganza es un plato que se sirve frío).   

Al llegar al kilómetro veinte, y después de los dos primeros puertos, se puede decir sin lugar a dudas que mis condiciones ya no eran las mejores, y que Jesús Calleja había abandonado mi cuerpo. El tendón había comenzado a dolerme, aunque las piernas todavía respondían medianamente bien. Y en los controles de avituallamiento, no sé si por cansancio o por la creencia de que me ayudaría a caminar más y mejor, arramplaba con todo. Bebida, fruta, más bebida… Creo que incluso me habría comido un par de polvorones de haberlos encontrado. Ni que decir tiene que aquellos montañeros molestos, ya habían empezado a pasarme de nuevo, no sin cierta sonrisa malévola.
Y así continué, caminando cada vez más lentamente, pero todavía disfrutando de un paisaje absolutamente abrumador. Algunas nubes bajas hacían todavía más impactantes las vistas del valle y del resto de montañas. Atravesando esas nubes, a algunos kilómetros de distancia, y ya bajando el siguiente pico, se podían divisar a lo lejos a los primeros clasificados, que aunque pueda parecer increíble, hacían la marcha corriendo.

De esta manera fueron discurriendo los kilómetros, cada vez más despacio, cada vez más dolorido, cada vez más ausente y ensimismado en no sé qué pensamientos que al menos, a ratos, me hacían olvidarme de los pinchazos y calambres que de vez en cuando me martirizaban. Y así llegué, con el depósito ya en la reserva, al kilómetro treinta, después de haber alcanzado la cima de otros dos picos de impresión.

Os diré que no disfruto con el sufrimiento, pero no negaré que encuentro en estos desafíos a los límites de la resistencia un extraño placer. Si embargo al llegar a ese punto era tal el dolor que sentía en la piernas que el placer no lo encontraba por ninguna parte. En aquel momento, los hasta hace unas horas impresionantes paisajes se habían convertido en las oscuras Tierras de Mordor, y los pocos – por no decir prácticamente ninguno - montañeros que quedaban aún detrás, eran para mí como espectros vagando en el limbo. Muy a mi pesar, la marcha había terminado para mí.

Pero en esos momentos, en los que el único sentimiento ya es abandonar y rendirse, es cuando a veces ocurren las cosas más extraordinarias. Y ésta, precisamente, es la parte de la historia que realmente hoy me interesa contaros. Porque fue en aquél preciso instante cuando, como surgido de la nada, apareció Patxi. Un hombre de baja estatura, cerca de la cincuentena, complexión fuerte, gruesas y poderosas piernas, y sobre todo, bajo unas enormes cejas, una expresión bonachona de las que siempre reconforta encontrar.  

 - ¡Aupa! - fue lo primero que soltó.
A duras penas alcé la cabeza simulando educadamente un saludo.
- ¿Como vas? – me insistió con un inconfundible acento vasco.
- Jodido, lo dejo aquí – le respondí con la garganta reseca.
- No hombre, no. Yo te acompaño hasta la meta. Ya verás como llegamos - repuso él con un tono afable pero al mismo tiempo enérgico.
Volví a hacer un gesto con la cabeza, esta vez dando a entender que agradecía su gesto pero que me quedaba, que no podía más, y con la mano le indiqué que podía seguir su camino.
- Que no. Que voy contigo. Descansamos un poco ahora y seguimos – me insistió dando a entender que no aceptaría un no por respuesta.

Es difícil de explicar aquí y ahora cómo, pese al dolor y mi convencimiento de que debía abandonar, decidí hacer caso a aquel hombre y continuar. Ciertamente no hubo más explicaciones. Ni el me las dio, ni yo se las pedí.

Tras un descanso, se puso a caminar a mi lado tal y como me había dicho, y así, muy poco a poco, fui recuperando el aliento, incluso la sonrisa en algunos momentos, que se me había borrado por completo desde hacía unas horas. A paso extremadamente lento, pero animado constantemente por Patxi como si se tratara de un aficionado al ciclismo alentando a su corredor favorito, seguí avanzando kilómetro a kilómetro en dirección a la meta, que aunque ya no lo veía como un imposible, seguía sin tener nada claro si realmente podría llegar. Reconozco que el hecho de tener que abandonar también me había dolido en ese estúpido orgullo que a veces tenemos las personas, y que el hecho de encontrarme aún en la ruta ayudado por este sorprendente ángel de la guarda me había insuflado unos litros extra de gasolina para poder seguir caminando.
Aunque me pareciera increíble, Patxi mostraba una paciencia infinita, sin un solo gesto de contrariedad, a veces charlando conmigo, a veces en silencio, pero tal y como había prometido, siempre a mi lado de manera absolutamente desinteresada. Si yo paraba, él paraba. Si caminaba más lento, él lo hacia también, yendo siempre un pasito por delante haciendo de liebre que marca el paso (aunque esta vez sería más propio decir haciendo de tortuga). Los últimos kilómetros sufrí varios calambres que sin embargo no impidieron que siguiéramos avanzando, ya por caminos descendentes y más suaves, esta vez sí, hacia el valle.

No puedo contar mucho del último tramo que hicimos. Probablemente anduvimos los últimos kilómetros sin hablar para reservar fuerzas, o al menos las mías, y finalmente nueve horas y veinte minutos después de la salida, Patxi y yo entrábamos en la meta, mientras me levantaba la mano en un divertido gesto, momento que quedó inmortalizado en esta foto que os muestro aquí como homenaje a este vasco formidable.



Hay poco más que contar. Nos despedimos poco después de la misma forma que nos habíamos conocido, de manera breve, pero no sin antes agradecerle varias veces su ayuda. Tras la despedida, y con algo de cojera, pude recoger el diploma que daba fe de la gesta y calzarme unas ricas patatas a la riojana (servidas como premio a todo el que llega a la meta), pero mientras acababa la última patata, me entró una increíble tiritona en todo el cuerpo que me obligó a meterme en la cama ayudado por mis primos (que por cierto llegaron mucho antes y en mejores condiciones que yo, pero esa es otra historia… ).

Y esto es todo amigos, o casi, porque antes de acabar la historia confesaré, no sin cierta vergüenza, que aunque caminé con él unas cuantas horas, aunque mantuvimos cortas pero interesantes conversaciones, y aunque coincidí con él al año siguiente en la misma marcha, no soy capaz de recordar su nombre. Sí, así es. Mi maldita memoria me ha traicionado una vez más. Así que podía haber sido Iker, o Unai, o simplemente Juan, pero al final decidí llamarle Patxi en esta historia que espero, al menos, os haya mantenido pegados a la pantalla del ordenador por un buen rato.

Había un anuncio en la tele que decía que el ser humano es maravilloso. Coincido plenamente. Maravilloso y a veces capaz de lo peor, pero también de lo mejor, y eso me hace inmensamente feliz.

Hasta la próxima.

2 comentarios:

  1. Bueno Israel.
    Qué tal tenemos el cuerpo hoy, ¿mejor que en las 2 ocasiones anteriores?
    ¿te volviste a encontrar con Patxi y quedó aclarado su verdadero nombre?
    ÁNIMO, el blog promete.

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    1. Pues el cuerpo mal, para que nos vamos a engañar, pero contento por llegar, y esta vez sin Patxi... (una pena no verle por allí este año).
      ¡¡Gracias por los animos para el blog!!

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