Hablaba hace unas cuantas semanas de Jakarta, o mejor dicho, os contaba una divertida anécdota que me sucedió allí, de esas que siempre gusta recordar y contar a los amigos, entre otras cosas para pasar un buen rato, y también para demostrar lo vulnerables que podemos ser por mucho que nos empeñemos en ocasiones en creernos los más listos del universo. En cualquier caso, y yendo al tema de este post, mientras escribía aquellas líneas en el blog, no hacía más que venirme una y otra vez a la cabeza una historia que me sucedió en una ciudad muy distinta de aquella, y que es un claro ejemplo de la sorprendente y extraña convivencia en China del comunismo más recalcitrante con el capitalismo más desaforado. Os hablo de Shanghai, esa megalópolis de casi veinte millones de habitantes donde, por razones de trabajo, me he tenido que desplazar unas cuantas veces en el último año.
Hablar aquí de sus atractivos turísticos no tendría mucho sentido, lo primero porque en estos viajes no dispongo por desgracia del suficiente tiempo para poder conocer a fondo las ciudades, y lo segundo porque como dije hace mucho (y si no lo dije, lo digo ahora), este blog no pretende ser una serie "lonely planet" de viajes, que para eso hay guías estupendas que seguro os pueden aconsejar mucho mejor que yo, sino un batiburrillo de experiencias sobre personas, lugares o situaciones que pasan por mi vida. Vamos, en otras palabras, que escribo lo que me da la gana... ;-)
En cualquier caso, y para narrar la siguiente historia, al menos os tendré que hablar un poco de la famosa calle Nanging Road, la avenida peatonal más famosa de esta ciudad China, lugar de peregrinaje de muchos chinos que llegan aquí de visita, e igual de inevitable para los occidentales, y donde un rápido vistazo a sus edificios y carteles luminosos cuando ya ha anochecido, os mostrará sin ambages el indisimulado gusto chino por los excesos (y a veces una cierta tendencia a lo hortera).
Quien haya estado por allí a
menudo sabrá muy posiblemente que siendo un turista, o simplemente un paseante
con un rato libre, no vas a poder caminar cincuenta metros sin que alguien te
muestre una diminuta tarjeta que lleva fotos de tantos relojes, bolsos, y
estilográficas que piensas que por fin tiene utilidad aquella lupa que te
regalaron hace tantos años. A poco interés que se muestra, el proceso se
completa con una inmediata invitación a seguir al paisano ente la mar abunda de
gente, con destino a algún callejón de esos que por un momento te hacen dudar
si no te acaban de teletransportar en tan sólo un minuto a los bajos fondos de
alguna película de novela policiaca en blanco y negro.
Os aseguro que es verdaderamente
sorprendente el contraste que puedes encontrar entre la fastuosa y a la vez un
tanto pretenciosa Nanging Road, y lo que se esconde a tan sólo unos
metros en las estrechas callejuelas que lo rodean. De repente, sus miles de
luces de neón, sus hoteles llenos de occidentales y toda su parafernalia se
evaporan como por arte de magia, permitiéndonos el acceso a rincones
insospechados. Entramos en locales con dobles puertas, con escaleras interiores
surgidas de la nada, y armarios que aparecen detrás de cortinas
convenientemente camufladas. Cuanto más específica y complicada sea nuestra
búsqueda (no olvidéis llevar foto del producto exacto que buscáis), más
oportunidad de recorrer con más detalle esos bajos fondos, ya que el chino
nunca se rendirá en su intento de venderte el ansiado artículo. Eso sí,
permitidme un consejo, no entréis solos. Sinceramente, tampoco es que sea
peligroso, nunca me ha dado esa impresión, en absoluto, pero si vas a regatear
duro hasta las últimas consecuencias (ya os dije que no es mi caso...), y en
algún caso pretendes pasarte de listo, es muy posible que puedan llegar a
enfadarse un poquito, y aunque nunca pasa nada, mejor no tentar a la suerte e
ir acompañado.
Pero esto no es lo único que
ocurre en Nanging Road. Dependiendo de la época del año podemos encontrar
cantantes ocasionales que buscan su oportunidad, numerosos grupos de adultos
danzando divertidas coreografías de imposible memorización, algunos chavales simulando
danzar algo parecido al hip hop con escaso éxito, el siempre pesado trenecito que
recorre arriba y abajo una y otra vez la calle la avenida, y por supuesto, cómo
no, hombres y mujeres ofreciéndote continuamente llevarte a un local para un "sex
massage" (pronúnciese con el acento chino correspondiente...). Esta última
parte puede llegar a ser ciertamente incómoda en algunas ocasiones, porque son
muchos y a veces un poco insistentes, pero como he dicho muchas veces, las
oportunidades para vivir nuevas experiencias y atrapar esas anécdotas que
contar luego aquí aparecen siempre cuando menos te lo esperas, sólo hay que
estar atento para cazarlas, y normalmente, como hacen los buenos cazamariposas,
nunca salgo sin mi red...
Ocurrió un mes de Septiembre,
todavía caluroso en Shanghai. Caminaba una tarde por la mencionada calle
peatonal, cuando la enésima mujer que me ofrecía llevarme a un masaje llamó mi
atención. Su inglés era mucho más que aceptable, su vestimenta era occidental
pero sin estridencias, aspecto discreto pero elegante, maneras educadas,
rebosante de simpatía, y definitivamente atractiva. Yo diría que tenía unos 26
años, pero este cálculo es siempre complicado en los países asiáticos. En fin,
ciertamente he de reconocer que me llamó la atención que una chica así
estuviera invitando en la calle a hombres a un lugar de aquellos. La curiosidad
me ganó, e hice la pregunta de aquella famosa canción de Loquillo: qué hace una
chica como tu en un lugar como este... La pregunté por su nombre, que, como ya
os habréis imaginado los que me conocéis bien, no recuerdo por mi maldita memoria de pez, pero que como todos
los nombres de mujer en China sería Cindy, Jennifer, Daisy, Crystal o similar
(para esto son muy poco originales). La conversación la recuerdo divertida. La
dije en tono natural y riendo si era ella quien daba los masajes, y me dijo,
manteniendo siempre la sonrisa que no, que ella sólo llevaba a gente al local,
ella no se dedicaba a ello, pero que me prometía que aquellas meretrices eran
realmente muy guapas, etc, etc, etc. "Una excelente vendedora", pensé
en aquel momento.
Después de unos minutos de
infructuosos intentos por parte de aquella muchacha para llevarme al lado
oscuro, y tras insistentes invitaciones respondidas siempre con continuas
negativas, las últimas ya acompañadas de carcajadas ante sus divertidas caras
de desesperación, finalmente se rindió, y se ofreció a enseñarme una ceremonia
típica del te. ¡Ah no!, amigos, otra vez no, el bueno de Aldi (ver últimos
capítulos del blog) ya me había engañado suficiente para al menos todo un año,
así que rehusé su oferta, no sin antes explicarla con detalle que conocía
sobradamente en lo que consistía aquella ceremonia, a la que falsos estudiantes
chinos de inglés invitaban en esta misma calle a muchos inocentes occidentales,
con la excusa de practicar ese idioma y enseñarles de paso su cultura
como agradecimiento. La dije que sabía perfectamente que me llevaría tres o
cuatro calles fuera de aquella zona, que seguramente conocería un restaurante o
bar pequeño, apartado, que allí nos harían beber varios tipos de té y me
contarían mientras unas cuantas historias (al inconfundible estilo de Aldi)
sobre los diferentes tés chinos y su tradicional ceremonia, y que al final, me
querrían cobrar una barbaridad, con pocas oportunidades de escaquearme,
quedándome con cara de tonto. Esto es lo bueno de leer todo lo que puedo antes
de visitar una ciudad. Es difícil pillarme en una de estas (y aún así Aldi lo
hizo y muy bien, jajajajaja).
Así pues, y para su pesar, allí no
había ningún negocio que hacer conmigo. Su gozo en un pozo. Aún así, y llevado
por la curiosidad del viajero - que a diferencia del turista, quiere saber
siempre lo que se esconde tras la postal estereotipada de cada lugar - la
ofrecí invitarla a un café en uno de los muchos Starbucks que hay en Shanghai,
a condición de que no hubiera más triquiñuelas, sólo un café y una charla sin
condiciones.
En fin, no soy ningún experto en
China, pero os diré que no es nada, pero nada fácil, que un chino, y mucho menos
uno de los muchos que viven del engaño o las tretas a los turistas, acceda a
reconocer que está intentando engañarte, y ya casi imposible que te permita
además mantener una conversación honesta y abierta sobre el tema. Y por eso
reconozco que la conversación que tuvo lugar durante aquel posterior café la
tengo grabada a fuego lento en la memoria.
En los minutos siguientes me
contó cómo su verdadero trabajo era en un mercado, no me dijo de qué, pero sí
me contó que en condiciones realmente duras, con un sueldo miserable, y que por
las tardes cuando podía, o los fines de semana, venía aquí para intentar
obtener ridículas comisiones llevando a hombres venidos de todas partes del
mundo a aquellas casas de masajes, o consiguiéndoles chicas para llevarlas a sus
hoteles. La franqueza de su narración, que conseguía sacarla muy lentamente y
con extraordinaria paciencia, me mantenía completamente absorto. Hablamos de su
inglés, de mi sorpresa al orilla hablarlo tan bien, y mi extrañeza porque no
pudiera optar a algún puesto de trabajo mucho más "cualificado". La
dije que con su presencia, su inglés, y su conocimiento de China y de su
cultura, debería haber cientos de oportunidades para empresas que quisieran
importar o exportar. Se rió, aunque en el fondo era más que evidente que
mantenía un profundo halo de tristeza, y me contó mientras daba pequeños sorbos
al café que su inglés lo había aprendido ella sola. En la calle, con otras
personas como ella, con algún viejo libro prestado, sin más ayuda que la
necesidad acuciante de ganarse la vida de alguna manera. Siguió relatando más y
más cosas. Que no tenía estudios, y que de dónde venía, su entorno, su vida, la
hacían que ni siquiera concibiera la posibilidad de tener un trabajo como el
que yo parecía contemplar de manera tan evidente. No entramos en más detalles,
como digo, la conversación tampoco era fácil, pero sí recuerdo una frase.
"Vosotros, los extranjeros, los que venís aquí, lo habéis tenido más
fácil, mucho más fácil. A mi todo me ha costado mucho, muchísimo, y me sigue
costando". Aquello me hizo reflexionar, y afirmar con la cabeza ante
semejante frase. Porque cualesquiera que fuera su situación, lo que era cierto
sin lugar a dudas era que yo lo había tenido más fácil en la vida que ella, y
eso no admitía discusión.
Allí sólo había verdad. Ya no me
estaba contando "una" historia para sacar el dinero al turista. Me
estaba contando, con frases cortas y a veces no acabadas, siempre con medida
cautela y por supuesto, con cierta reserva, "su" historia. No había trucos
esta vez. Y me daba cuenta al mismo tiempo que, detrás del estereotipo del
chino que engaña y tima, como ocurre con otros muchos, se escondía una lección
que me servía una vez más como cura de humildad para entender que en esta vida, no todo
es blanco o es negro. Que todo tiene matices, y que pocas veces llegamos a ver
las cosas, principalmente porque es más fácil no hacer el esfuerzo para verlas
y quedarse sólo con la versión "oficial".
A pesar de que hablamos mucho más
aquella tarde, he de reconocer que nunca se rompió esa fría cortina que marca
la distancia con un occidental, lo cual si cabe, añadía aún más mérito a aquel
café compartido. Fue entonces cuando sucedió algo que me dejó un poco tocado.
Allí estaba yo, disfrutando de la historia, tratando de entender cosas que
hasta entonces no entendía, e intentando como un meticuloso cirujano extraer
con mucho tacto algo más de la vida privada de aquella persona. Eso me impidió
darme cuenta al principio que ella miraba el muffin que yo comía con mi café
con muy disimulada envidia. Ya llevábamos un buen rato cuando caí en la cuenta
de que quizás no habría cenado nada. Pero ella no dijo nada, habíamos acordado
que sólo la invitaría a un café, y ella lo había aceptado, así que esta vez fui
yo el que la ofreció invitarla a un muffin de esos enormes. Ella lo aceptó, y
aproveche para ofrecerla también un sándwich o cualquier otra cosa. Me dijo que
no, que ya no tenía intención de sacar nada de mi, era el trato. Entonces vi
cómo se comió aquel muffin, con qué ansia y casi desesperación. Joder, no sé
las horas que llevaría sin comer nada allí en la calle. Ni siquiera me había
parado a pensar en ello. Me quedé jodido. Con esa sensación del occidental prepotente.
Y no lo soy, o al menos no conscientemente, pero reconozco que aquella
situación me dejo fastidiado.
Salimos a la calle tras el café.
Pudo ser una media hora la que habíamos pasado hablando, quizás menos, al fin y
al cabo ella tenía que trabajar y ganarse su "sueldo", y yo lo único
que estaba haciendo era robarla su tiempo por un mísero cafe. Una vez fuera, y
sin mediar palabra de por medio, la pedí directamente que entrara al McDonalds
conmigo. La dije que eligiera el menú que quisiera, y una vez pagado, se lo
entregué en esas bolsas de papel archiconocidas "para llevar". Se
despidió con un bye y un thank you, con una sonrisa, pero manteniendo la misma
fría distancia que, o bien por precaución, bien por su cultura, o quizás por
las dos cosas a la vez, era incapaz de evitar. Después de caminar unos pocos
metros, no pude evitar girar la cabeza atrás, y la vi allí sentada sobre unos
escalones en la propia calle, devorando con ganas aquel menú que nunca me
pidió...
Hasta la próxima.
Sed felices.
Isra