Antes de subir a la avioneta, la
observo atentamente, No es demasiado grande, y por un momento me recuerda
aquellos aparatos en los que siempre monta Indiana Jones en sus aventuras,
aunque espero que aquí no falle, como suele ocurrirle al bueno de Indy.
Sin embargo, veo demasiada gente
preparada para subir y me pregunto cómo entraremos dentro, aunque sé que pocos
segundos más tarde lo voy a comprobar por mí mismo. Uno a uno, vamos entrando
por la compuerta lateral, y una vez en el interior, nos vamos sentando de espaldas
a la cabina del piloto, en dos bancos laterales, con una pierna a cada lado.
Los dos bancos se llenan rápidamente. Seis personas en cada banco y otras tres
en el suelo, entre ambos bancos. Mi hermano está detrás de mi instructor, a muy
poca distancia. En menos de tres minutos estamos todos colocados y listos para
empezar la aventura. “Demasiado apretados” me digo a mi mismo…
El motor arranca y la monohélice
frontal empieza a girar. Nos movemos. La compuerta por donde debemos saltar
permanece abierta mientras avanzamos por la pista, aunque no por mucho tiempo.
Uno de los instructores baja la persiana plástica semitransparente, y poco
después, despegamos. Nos elevamos rápidamente, y por desgracia, no tengo ni un
solo punto donde agarrarme para sobrellevar mejor los posibles vaivenes del
ascenso. No hay barras, ni apoyabrazos, ni un simple saliente en la pared
metálica interior donde pueda poner esa mano que me haga sentir más tranquilo,
así que no me queda más remedio que llevar ambas manos sobre mis rodillas. La
subida es rápida, pero sorprendentemente y para mi satisfacción, no hay
excesivo movimiento, y la avioneta parece ascender suavemente. Seguimos
subiendo. No hay ventanillas, pero afortunadamente puedo ver a través de la
persiana corredera – aunque con mucha dificultad - la distancia a la tierra, y pienso
en que no me hubiera gustado no poder ver absolutamente nada hasta el momento
del salto. Eso me habría puesto seguramente muy nervioso.
1.000 metros. Sólo mi hermano y yo vamos acompañados por un instructor. El resto del pasaje son saltadores “profesionales” que no saltan por primera vez. Me fijo en los equipos e indumentarias de cada uno, sus monos bien ajustados, gafas, cascos, y pienso que yo voy con unos pantalones de lino, camiseta de playa veraniega y… ¡¡unas chanclas!! Lo vuelvo a pensar y sonrío por dentro pensando que el DVD que he contratado con el salto se podría llamar perfectamente “Con chanclas y a lo loco”.
2.500 metros. Todos los
integrantes del vuelo mantienen desde el despegue un gesto serio de
concentración. Por mi cabeza imagino a aquellos paracaidistas de las guerras,
saltando de uno en uno. No me puedo quitar de la cabeza esa imagen. Nosotros
saltaremos en unos minutos por un reto, por una promesa, por diversión, por
amor... Ellos saltaban sabiendo que muy probablemente no volverían a casa,
saltaban por su país, por su pueblo. Otros muchos saltaban por obligación,
muertos de miedo. Sigo pensando. Como siempre, al nivel del mar o en las nubes,
mi cabeza es un hervidero de miles de imágenes y pensamientos que cruzan mis
redes neuronales a la velocidad que la luz. Consigo abstraerme. “Eso está bien”,
me digo.
3.000 metros. Puedo ver cómo la avioneta va alcanzando más y más altura a través del altímetro que llevan los saltadores en las muñecas. 3.100, 3.200… Unos son sofisticados, con grandes números digitales. Otros utilizan aún una manilla o aguja que indica sobre un marcador, a modo de reloj, la altitud alcanzada. Es curiosa la forma en la que me voy fijando en esos pequeños detalles. De alguna manera, he alcanzado una tranquilidad inesperada. Sólo me molesta la incómoda posición. Delante de mí, un saltador con su enorme mochila a la espalda conteniendo todo el equipo de salto. Apenas hay espacio entre mi pecho y su equipo. Mucho peor es la situación de las piernas. En el suelo, un paracaidista va sentado sobre uno de mis pies, y no existe literalmente espacio para liberarlo y mover la pierna. Mi gemelo izquierdo, donde el pie va aprisionado y en tensión desde el mismo despegue, se queja pidiendo movimiento. Me digo a mi mismo que ya queda poco, y que hay que aguantarse.
3.500 metros. De repente, como
obedeciendo a una inexistente señal, los saltadores empiezan a desearse suerte entre
ellos en una especie de ritual cientos de veces ensayado. No sé a ellos, pero a
mi me da la impresión de que les sirve para que la tensión y concentración
mantenida durante la ascensión pase a un segundo plano y el cuerpo se pueda
relajar antes del salto. Observo cómo van chocando primero sus palmas, para inmediatamente
a continuación chocar sus puños, y en un tercer movimiento, hacer cada uno de
ellos un signo con sus manos. La V de victoria, el símbolo surfero del dedo
gordo y el índice, el pulgar hacia arriba, y otros gestos de complicidad. Pese
a que mi hermano y yo no somos del grupo de profesionales, la mayoría de ellos
chocan también sus palmas y sus puños con nosotros. Por supuesto, ambos nos
damos la mano, como no podía ser de otra manera. “Brothers in the air”. Reflexiono
de nuevo sobre mi sorprendente calma. Mis sentidos están más abiertos que de
costumbre. Sigo observando todos los detalles, y parece que todo se ralentiza a
mi alrededor, como una película a cámara lenta… Nos acercamos a la altura de
salto.
4.000 metros. Ha llegado el
momento. El motor se apaga, la hélice para súbitamente, y el avión planea sin
hacer ruido. Esto me inquieta durante un instante, ya que nadie nos había informado
sobre esta parte, pero transcurridos unos segundos me tranquilizo de nuevo. Los
que estaban delante de mí, van saltando uno a uno. Veo como caen, y la
velocidad a la que se separan del aparato. Cada uno utiliza un estilo. No hay
palabras para describirlo. Vuelven a mi mente por escasos instantes esas imágenes
de las guerras. Pero ahora ya no hay tiempo de pensar más. Es mi turno. Mi
instructor y yo, pegados como si fuéramos uno, nos deslizamos por el suelo de
la avioneta arrastrando nuestros traseros. Realmente es él quien finalmente me
coloca, y quien dirige toda la maniobra antes del salto. Ahora sí, las
pulsaciones se disparan, ya no hay vuelta atrás. Alcanzamos la compuerta
lateral, y me quedo sentado en el borde a 4.000 metros de altura, con las
piernas colgando como en un columpio, contemplando a través de las gafas
cientos de parcelas de cereal ya cosechado. Me centro en cumplir escrupulosamente
las instrucciones que me han dado antes de despegar. Mis brazos, fuertemente aferrados
a las sujeciones de mi arnés. Empiezo a doblar mis piernas, intentando que mis
talones toquen la base de la avioneta como me han dicho. La cabeza hacia atrás
y el cuerpo totalmente arqueado. Gonzalo, mi instructor, agarra fuertemente mi
cabeza y la echa hacia atrás mucho más de lo que yo por mi mismo soy capaz de
girarla. Mi cuello nunca ha sido muy flexible, y en esta situación menos, pero
aunque me duele, lo último en lo que pienso ahora mismo es en quejarme. Ahora
sí estoy listo. Y sin apenas darme cuenta, mi cuerpo deja repentinamente de
estar en contacto con el avión, y por primera vez en mi vida, estoy volando.
3950, 3900, 3850… Caemos. En el
primer instante, noto cómo la inercia del salto hace que empiece a girar como
si estuviera dando una voltereta en el aire, pero rápidamente nos
estabilizamos. Es evidente que el instructor ha empezado a hacer su trabajo ya
que yo ni siquiera he pestañeado para evitar el giro. A los pocos segundos, la
señal. Dos toques en la espalda que me indican que ya puedo liberar los brazos
y disfrutar de la caída libre. Abro los brazos y los coloco en la posición
entrenada. He dejado ya de notar que somos dos. Sólo tengo la impresión de
llevar una mochila a la espalda. Noto la impresión física de caer, pero
sorprendentemente no tengo sensación de velocidad. La tierra está tan lejos que
me resulta difícil, sin puntos de referencia, entender que estoy volando en
caída libre a una velocidad cercana a los 200 Km/h. El aire choca contra mis
brazos y mi rostro, aunque no llega a doler. De repente, enfrente de mi aparece
como por arte de magia la chica que se ha tirado para hacer el reportaje de
vídeo y fotografía. Me da la mano, me filma, me hace fotos, y voy tan relajado
que me dedico a posar y poner el tan manido y poco original signo de la
victoria con mis manos. Es increíble. Estoy viviendo lo que tantas veces he
visto en esos vídeos que tanto nos impresionan. Caída libre…
Llevamos casi un minuto cayendo,
y apenas soy consciente de lo que está pasando. Súbitamente, dos toques en la
espalda de mi instructor me recuerdan que no estoy cayendo sólo, y es la señal
que me indica que de nuevo debo agarrar bien el arnés con mis brazos. El
paracaídas se va a abrir. El tirón es fuerte, pero menos de lo que yo pensaba. Lanzo
gritos de euforia. No paro de gritar entusiasmado liberando toda la adrenalina.
Gonzalo se anima y aunque probablemente sea su salto número 1.000, grita
conmigo. “¡¡¡¡Yeeeehhhaaaaauuu!!!!”. Después de hacerse plenamente con el
control y estabilizarnos, me invita a coger las riendas del paracaídas por unos
segundos, pero le digo que no, me parece un poco arriesgado, así que decido que
sea él quien haga todo el trabajo.
Algo no va bien. No me siento
cómodo. A los dos minutos, y mientras nos deslizamos suavemente con el
paracaídas, me empiezo a marear. No se la razón, pero no me encuentro nada
bien. Parecía que la parte más difícil había pasado, pero no es así. Aún nos
quedan cuatro minutos para aterrizar, así que se lo digo a Gonzalo. “Respira
hondo, relaja todos los músculos, suelta los brazos…” me dice. Estoy realmente
mareado, y cada vez me encuentro peor. Es igual que la sensación de mareo en un
coche, cuando necesitas urgentemente que el conductor pare para bajarte. Por
desgracia, aquí no hay posibilidad de parar, así que intento por todos los
medios inspirar y espirar profundamente como me han dicho. Pienso que
posiblemente no haya respirado bien en la caída libre, y que los gritos me han
dejado sin oxígeno. O quizás simplemente es algo normal en un primer salto.
Nos acercamos a tierra. Son más
de cinco minutos bajando con el paracaídas. Tengo la impresión que todo ha sido
cortísimo, y realmente lo es, pero la última parte del vuelo merece la pena, es
impresionante, y me da mucha rabia no estar bien para disfrutarla. Estamos a
punto de aterrizar. No llego en buenas condiciones, pero soy consciente de que
un momento antes de tocar tierra debo levantar las piernas todo lo que pueda.
Ya me han avisado “tenemos que aterrizar de culo”. El aterrizaje no es muy
limpio, y me llevo un pequeño raspón donde la espalda pierde su buen nombre,
pero sin embargo, un poquito tembloroso y mareado, me levanto con una gran
sonrisa, y abrazo al instructor. El tío ha hecho un gran trabajo. Un gran
profesional con un reto nada cómodo. Saltar con alguien de casi 100 kg no debe
ser tarea fácil. Esta vez no grito, básicamente porque no tengo fuerzas para
ello. Bastante hago con mantenerme en pie.
Veo acercarse a mi hermano, con
mucho mejor aspecto, y nos fundimos en un abrazo. Ha cumplido su sueño de
tirarse en paracaídas, y yo estoy muy feliz y orgulloso de haberle acompañado.
Reto cumplido.
Felicidades brother, no todos los
días se hacen 40 tacos…